Una vez tuve un perro. Era como todos los demás perros, es decir, era el más listo, el más bonito, el más fiel, el más educado, el más mejor perro del mundo mundial. Un día bajé al jardín y no le vi. No le di mucha importancia. A la semana siguiente volvimos a la aldea y por segunda vez no supe nada de él. Empecé a mosquearme.
Así que afronté la situación con la madurez y valentía que me caracterizan. Dejé de bajar al jardín y supuse que Otto seguía estando ahí como si nada hubiera pasado.
Fui capaz de vivir esa mentira durante dos años, lo cual tampoco me supuso demasiado esfuerzo. A fin de cuentas he vivido mentiras peores durante más tiempo. Pero el hechizo se rompió cuando un buen día mi padre (con esa sutileza que le caracteriza y que yo he heredado) me espetó: "oye, tú sabes que el perro ha muerto, ¿verdad?". Le contesté que había empezado a sospechar algo un par de años atrás cuando dejé de ver al perro y desde el momento en el que dejamos de guardar las sobras.
Pero era infinitamente más feliz en mi ignorancia. Tal vez la razón por la que Otto ya no se dejase ver era que se había apuntado como voluntario y estaba viajando por el mundo auxiliando a las víctimas de terremotos. O tal vez se había enamorado de una robusta san bernardesa y vivían felices al calor de la chimenea de un monasterio alpino con sus respectivos barriletes de ron al cuello. Quizá hubiera vuelto a su Bélgica natal para ayudar a limar asperezas entre flamencos y valones. Quién sabe. Había mil improbables mentiras muchísimo más reconfortantes que la casi evidente verdad.
Pero no se puede vivir eternamente en una mentira. A la larga la realidad siempre tiene que venir a joderlo todo.
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